Introducción
La antigua
imagen difundida -especialmente por el cine de la época
dorada de Hollywood- entre el gran público respecto a la
guerra medieval fue un puñado de tópicos donde se
entremezclaban caballeros de brillantes armaduras, duelos en los
que el honor constituía un principio básico, eventos
y hazañas heroicas que inspiraron los cantares de gesta
y a los trovadores que los interpretaban, alimentando la imaginación
aún hoy en día de un buen número de personas.
Tales relatos
pueden haber desviado a la opinión general del hecho de
que el fenómeno bélico debía ser tan desagradable
como lo es actualmente.
Pero
tampoco hay que caer en el tópico opuesto, que se ha ido
construyendo en las últimas dos o tres décadas,
divulgado por los cómics, algunas exitosas y fantasiosas
series de TV y el cine contemporáneo donde las guerras
medievales aparecen como las más crueles, sangrientas y
bárbaras de la historia del hombre.
La guerra
ha sido una constante en el ser humano desde los comienzos de
su existencia. Las sanguinarias matanzas perpetradas por los asirios,
las conquistas de Alejandro Magno, las del Imperio Romano, las
atrocidades de Genghis Khan, el vano intento de hacerse con Europa
por parte de Napoleón o los gigantescos desastres de las
dos Guerras Mundiales del siglo XX son sólo unos pocos
ejemplos de la tendencia irracional del ser humano -a lo largo
de TODA LA HISTORIA- por la conquista y el poder a cambio de la
sangre de millones de víctimas.
Si algo hay
de positivo (o menos negativo) de las guerras de la Antigüedad,
la Edad Media y los primeros siglos de la Era Moderna frente a
la guerra contemporánea es que el poder de destrucción
de la fuerza militar y de su armamento era mucho menor que en
nuestros siglos XX y XXI.
Preceptos bélicos de la guerra en la Edad
Media
Los preceptos
bélicos medievales tanto de carácter teórico
como práctico procedían en su mayoría de
los textos grecolatinos. En este contexto se observa el origen
y continuidad de esta tradición en los tratados bizantinos,
quizá los más completos, de los cuales aunque se
han recuperado pocos, fueron copiados asiduamente a partir del
siglo XVI en medio de la resurrección del interés
por el fenómeno bélico que acompañó
al Renacimiento.
Las obras
publicadas en la zona oriental del Mediterráneo durante
la Alta Edad Media muestran un interés didáctico
palpable, pues se acompañaba el texto de ilustraciones
minuciosamente dibujadas, lo que representa una baza a favor de
lo que en ellas se refleja.
Las ilustraciones,
por regla general, completaban la explicación del manejo
y características de pesadas y complejas máquinas
de guerra. Un ejemplo ilustrativo constituye el texto de Flavio
Vegecio Renato, oficial del siglo IV d. C. Su obra Re militari,
fue ampliamente traducida, copiada adaptada y divulgada: aún
hoy se conservan 300 ejemplares manuscritos, que constituyen tan
sólo una parte de los que, con toda seguridad, dispusieron
sus contemporáneos.
Su
presencia en bibliotecas reales y nobiliarias indica que la lectura
debería ser obligada para mandos militares. La densidad
y especificidad de la misma dan a entender que estuvo pensada
para el estudio reposado y en detalle antes que para la consulta
rápida. Esto, no obstante, también puede relativizarse
si tenemos en cuenta que existieron ediciones de lujo para un
público muy exclusivo, destinadas a reposar en los anaqueles
de las bibliotecas y, por otra parte, ediciones de pequeño
formato, considerablemente más ligeras, lo que lleva a
pensar. También, que la obra estuviera a disposición
de los militares para transportarla en campaña.
No disponemos
de un volumen de cultura y material arqueológico suficientemente
rico por la propia naturaleza perecedera del hierro y de la madera,
componentes básicos del armamento ofensivo y defensivo.
Nuestras fuentes de información serán, por tanto,
las miniaturas de los códices.
Sin embargo,
por esmerada que sea la factura de la ilustración, el detalle
no tiene por qué -y de hecho rara vez solía- estar
en concordancia con la realidad, no siendo extraño que
la narración de una batalla o guerra pretérita estuviera
ilustrada con miniaturas donde se reflejaban armaduras e ingeniería
militar contemporáneas al autor. La fiabilidad de la miniatura
se elevará, por ello, en su contraste con los textos manuscritos.
Evolución
de la técnica, el armamento y la estrategia
Fue en los
estados de Flandes y en el norte de Italia donde se observa el
papel de la infantería en la mayor parte del mundo europeo
occidental durante la Edad Media. A partir de 1300 la infantería
adquirió en estos territorios no sólo un peso específico
sino también una identidad corporativa que conllevó
un cuestionamiento de la superioridad de la caballería
en el orden social establecido.
El desarrollo
de las denominadas armas de proyectil como el arco y la ballesta
y en un periodo tardío la pólvora, sellaron la mayor
efectividad de la infantería que, gracias a estos artefactos,
podía derribar con facilidad a un jinete, en principio
mejor armado y protegido.
Ello supuso
que a partir del siglo XIV un buen número de caballeros
pusieran en evidencia su estatus acudiendo montados a caballo
a la batalla para descabalgar justo antes de comenzar la misma.
De este modo contaban con mayores garantías para aguantar
en pie sin causar baja.
La preferencia
por el combate a pie caracterizó al soldado escandinavo
durante la Alta Edad Media. Este modelo se extendió con
éxito por la Península de Jutlandia y el norte de
lo que actualmente es Alemania siendo más valorados los
infantes que procedían de esta zona, dato a tener en cuenta
considerando que no usaban armas arrojadizas ni de proyectil,
decantándose por hachas largas y el angos, una lanza de
longitud media destinada preferentemente a ser clavada en el cuerpo
del enemigo o en su escudo durante los combates cuerpo a cuerpo.
No obstante,
por lo que a Bizancio respecta, la infantería pesada llevaba
la armadura de los jinetes y lanzas o jabalinas, siendo conocidos
como los antesignani. Estos iban en el centro y los flancos eran
guardados por otro tipo de infantería pesada. Detrás
de sus líneas, marchaban honderos y arqueros encargados
no sólo de vigilar la retaguardia sino de despejar el camino
en la medida de lo posible a los antisignati, causando al enemigo
las mayores bajas posibles antes de iniciarse el cuerpo a cuerpo.
Tanto las
tribus germánicas -visigodos, vándalos, alanos-
como más tarde los hunos, acabaron con la tendencia romana
de disponer de la caballería como cuerpo auxiliar. Las
tribus de estos pueblos mencionados hacían que la caballería
encabezara el destacamento, dando órdenes y dirigiendo
a la infantería.
La caballería
se perfilaba entonces como una fuerza imprescindible para romper
las líneas enemigas y quebrar la resistencia de su infantería.
Consciente de ello, siglos después, Carlos Martel comenzó
una reforma de la caballería para dotarla de armamento
más pesado, proceso que continuaría Pipino el Breve,
fundador de la dinastía carolingia.
La aparición
de la llamada caballería acorazada, extendida después
a las tropas de Carlomagno y a la caballería normanda,
fue posible gracias a la invención y generalización
del uso del estribo, lo que dotaba al jinete y a su montura de
una estabilidad que le permitía cargar un mayor peso y
blandir adecuadamente su arma antes de descargar el golpe sin
exponerse tanto a caer de la montura. Tan impresionados por este
tipo de caballería quedaron los mandos militares islámicos
que a partir de la segunda mitad del siglo VIII el número
de efectivos a caballo en sus ejércitos aumentó
en proporción geométrica, hasta superar muy ampliamente
a la infantería.
La evolución
de la caballería pesada culminó con la aparición
de la armadura completa. Los primeros testimonios que hablan de
esta forma de protección datan de finales de la primera
mitad del siglo XIII y se sabe que a principios del siglo XIV
su uso estaba generalizado, muy especialmente, en los ejércitos
inglés y francés.
Ello
es indicativo de que las victorias atribuibles a la caballería
habrían disminuido drásticamente y la mejora de
las armas de proyectil, así como la introducción
de otras nuevas, hacia más fácil que se pudiera
atravesar la cota de malla.Parecía
que se pretendía preservar a toda costa la vida del caballero
no tanto por motivos prácticos sino de prestigio personal,
evitando que se produjera su muerte a manos de infantes, por regla
general de inferior consideración social.
La experiencia
en el campo de batalla era lo único a lo que podía
aferrarse un general para vencer en el campo de batalla de la
Europa occidental feudal. Si los generales no se adaptaban instantáneamente
al enemigo y a las circunstancias que imponía la batalla,
el castigo a sus errores era la masacre de sus hombres y la conquista
del territorio que defendía.
La victoria
y la derrota, por tanto, quedaban a merced de la improvisación
y de las innovaciones militares que se habían producido
hasta ese momento. Era preciso hacer frente a los pueblos germánicos
y a los hunos, que, como ya hemos señalado, usaban la caballería
como fuerza de choque y se organizaban en tribus; se luchó,
más tardíamente, con soldados islámicos,
mayoritariamente a caballo, armados ligeramente y por ello rápidos
en extremo y, también, hubieron de medirse con los escandinavos,
cuya mayor novedad era aparecer como infantes transportados en
navío.
Salir airoso
de todo ello era producto de un bagaje de experiencia y un incentivo
para idear las respuestas adecuadas a las nuevas amenazas que
se habían presentado recientemente.
A partir del
siglo XII en adelante, aproximadamente, se cuenta más habitualmente
con garantías añadidas que aseguraban la batalla
como la oportunidad de elegir el terreno por parte de un general
y, una vez dado este factor, la sorpresa o simplemente el ataque
dirigido contra el flanco más débil de la formación
enemiga. Para poder contar con estas bazas, se prefirió
el combate a pequeña escala, en forma de batallas rápidas
y escaramuzas, como quedó patente en la Guerra de los Cien
Años.
Guerra,
ejércitos y su relación con el poder político
y administrativo
Desde la caída
del Imperio romano a la Baja Edad Media asistimos a una presencia
masiva de la infantería en el campo de batalla, independientemente
de que en amplios contextos, donde se producían choques
con pueblos germánicos, ésta no fuera predominante
como hemos apuntado anteriormente. En la Alta Edad Moderna, para
el caso de Bizancio, el asedio aún no constituía
la técnica fundamental de conducir la guerra. Belisario
derrotó a los vándalos en la batalla de Tricamerón
(535) cayendo así su reino en manos imperiales tras una
muy contundente ofensiva, por lo que el asedio resultó
completamente superfluo, incluso a la hora de capturar ciudades
fortificadas a conciencia en el norte de África.
Sin embargo,
el dominio de la Península Itálica estuvo a merced
de estudiados asedios que destacaron por la persistencia en los
mismos, siendo necesarias dos décadas para rendir las principales
ciudades de esta área al poder bizantino. La movilización
masiva de la infantería y los asedios prolongados fueron
la tónica general en el debilitamiento de del Imperio bizantino,
lo que sumado a las campañas contra los ostrogodos en el
552 y contra el Imperio Persa en el 628 facilitarían considerablemente
la conquista de la región oriental del Imperio por los
ejércitos islámicos de los siglos VII y VIII, cuando
éstos últimos se apoderaron de Palestina, Siria,
Egipto y, posteriormente, una parte de la Península Itálica.
Pese al desgaste,
a mediados del siglo IX, Bizancio demostró ser capaz de
poner en pie un ejército de 120.000 hombres, otro de campaña
de 25.000 y, finalmente, otro ejército provincial de hasta
55.000 efectivos. Esto fue posible apoyándose en una base
demográfica de unas 8 millones de personas. Las dificultades,
por tanto, parecen señalar una tendencia a que estados
no consolidados ni suficientemente unificados pusieran en liza
grandes ejércitos, lo que a la larga supondría la
conquista del territorio romano oriental por tropas musulmanas
así como la fragmentación del Imperio carolingio
en múltiples estados.
Si el peso
de la infantería fue significativo y la mayoría
de las veces preponderante desde principios de la Edad Media,
no es menos cierto que, a partir de la Baja Edad Media, la caballería
no sólo no se mantiene en un plano secundario sino que
afirma su importancia. Durante la Guerra de los Cien Años,
generalmente fechada entre 1337 y 1435, los franceses recurrieron
a la caballería para atacar a los ingleses en Crécy,
en 1346, y Poitiers, en 1365.
Los ingleses
prefirieron basar su defensa en la infantería al verse
obligados a desmontar para resistir la carga de la caballería
manteniendo una formación compacta, lo que hizo que, transcurridos
los primeros momentos del combate, Inglaterra pudiera pasar a
la ofensiva, utilizando la caballería para llevar a cabo
devastaciones sistemáticas de las principales fuentes de
riqueza del territorio francés así como de sus infraestructuras.
Ello llevaría
a Eduardo III a ampliar su soberanía sobre territorios
que abarcaban una tercera parte de Francia en 1360. Se estaba
imponiendo esta vez un modelo basado en fuerzas militares considerablemente
más pequeñas que aquellas que fueron movilizadas
en la Alta Edad Media, reclutadas ahora y conforme nos acercamos
al siglo XV entre la población autóctona a cambio
de un sueldo en reinos de gran tamaño como Francia e Inglaterra
-la relajación de los vínculos feudovasalláticos
en materia de guerra obligaban a ello- o, en el caso de estados
de menor tamaño, al reclutamiento de soldados foráneos,
en definitiva, mercenarios.
No podemos
descartar por otra parte que el debilitamiento de este vínculo
feudovasallático en caso de guerra estuviera directamente
relacionado con la centralización del poder político
y administrativo en manos de un monarca u otro modelo análogo
de soberano que, en el siglo XVI, daría lugar al surgimiento
del llamado primitivo Estado moderno.
(Autora
del texto del artículo/colaboradora de ARTEGUIAS:
José Joaquín Pi Yagüe)