Debilitamiento
almorávide y reacción de las tribus bereberes sometidas
De la misma
manera que el surgimiento del movimiento religioso almorávide
habría sido canalizado por algunas tribus bereberes para
establecer un control efectivo sobre las rutas que, desde Ghana
llegaban al norte de Marruecos y aún a al-Andalus, la generación
de nuevas controversias teológicas, sería aprovechada
por aquellos que no se habían visto beneficiados por el
Imperio Almorávide. Ibn Tumart, el cual habría estudiado
en Córdoba y Oriente, denunciaba que los almorávides
habían atribuido a Allah rasgos demasiado humanos, aspectos
o manifestaciones, de cuya existencia se podría derivar
que Dios no es la Unidad y el todo, de modo que, para Ibn Tumart,
los almorávides eran politeístas - de la misma manera
que, para los musulmanes en general lo eran los cristianos a causa
de la creencia en el Misterio de la Santísima Trinidad
-. Pero los almorávides no sólo se habían
convertido en al-mudjassimum - o humanizadores de Dios -, sino
que se habían relajado tanto desde el punto de vista moral
que no eran mucho más que kafiris - cafres era como denominaban
los musulmanes a los africanos subsaharianos paganos -, de manera
que, desde 1118 - año en el que cae Zaragoza a manos de
Alfonso I el Batallador - Ibn Tumart comenzaría a predicar
por todas las ciudades del Norte del Magreb contra ellos y en
defensa de la Unidad de Dios.
No
obstante, no es casualidad que fuera Ibn Tumart uno de los más
vehementes apologetas contra los almorávides. Perteneciente
a la tribu de los masmuda, estos bereberes del Alto Atlas eran
sedentarios y se dedicaban a la agricultura, manteniendo relaciones
hostiles con otras tribus menos asentadas como los zanata y los
sanhaja, y habiendo recibido también el impacto de los
árabes hilalies que asolaron el Norte de África
en el S. XI.
Siendo los
lemtas la tribu aglutinante del movimiento almorávide,
los masmuda no se habían visto beneficiados por la constitución
de su Imperio, siendo, por el contrario, sometidos por el mismo.
Refugiado en el Atlas, en su comarca natal, logrará atraerse
otras pequeñas tribus bereberes también excluidas
del poder por los almorávides. Se ha destacado habitualmente,
la gran capacidad organizativa del movimiento almohade en sus
inicios, o la significación de la decisión de Ibn
Tumart de proclamarse Mahdi - haciéndose así representante
de Dios en la tierra, y por tanto, infalible e indiscutible -,
pero sería el progresivo debilitamiento almorávide
- al que ellos contribuyeron - lo que consolidaría al nuevo
movimiento norteafricano.
Tal es así
que, en torno a 1130, los almohades se sentirían con fuerzas
suficientes como para atacar la misma capital almorávide,
Marraquech. El fracaso del ataque y el casi inmediato fallecimiento
del nuevo predicador musulmán, podría haber resultado
fatal para el movimiento almohade, pero los jefes bereberes se
dieron cuenta del potencial subversivo de la nueva predicación
- por ejemplo, la llamada a la oración no se hacía
en árabe, sino en bereber, y en la misma se incluía
el nombre del Mahdi, orillando al califa de Bagdad -. Así,
no es extraño que el sucesor de Ibn Tumart, Abd al-Mumin
(1130-1163), perteneciera a la poderosa y belicosa tribu de los
zanata, que volvían a pugnar por convertirse en factotum
en el Magreb y al-Andalus. Se avecinaba una nueva redistribución
del poder entre las tribus y clanes bereberes, que no dudarían
en unirse al movimiento almohade - los sanhaja también
lo harían -.
La nueva confederación
de tribus bereberes, aglutinada e informada por las ideas religiosas
almohades, lograrían acabar con el Imperio almorávide,
con algunos otros principados bereberes septentrionales y, en
fin, establecer su soberanía en Túnez e incluso
Libia. También en la Península Ibérica, las
campañas de Alfonso I el Batallador y las exitosas maniobras
políticas de Alfonso VII de Castilla, reflejaban que el
poder almorávide se erosionaba progresivamente, por lo
cual, en diversas ciudades y comarcas andalusíes comenzaban
a producirse movimientos de independencia respecto al poder almorávide,
movimientos que retrotraían a la época de las taifas,
tras el desmoronamiento del poder amirí y que llevaron
al caudillo almohade al-Mumin a considerar la invasión
de al-Andalus. No obstante, durante el invierno de 1146 y 1147,
los almohades estaban empeñados en la conquista de Marrakech,
por lo cual, la intervención en Europa estaba descartada
por el momento. De hecho, en ese mismo año de 1147, los
almohades tuvieron que replegarse y abandonar las plazas de Algeciras,
Tarifa o Jerez, que habían tomado como avanzadilla para
la posterior invasión.
El recuerdo
de la ocupación almorávide y el brutal comportamiento
de los almohades en las zonas que ocupaban, llevaron a los andalusíes
a la revuelta contra los nuevos invasores.
Los andalusíes
se encontraban divididos entre los que, como Ibn Mardanish, aborrecían
la dominación africana y preferían convertirse en
vasallos de Alfonso VII de Castilla y quienes, alarmados ante
el avance cristiano, preferían estrechar lazos con el mundo
islámico.
Así,
en 1150, el califa almohade logró reunir en Salé
a varios jefes andalusíes con el objetivo de asegurar el
paso del Estrecho y, unidos, arremeter contra los cristianos;
los cristianos, ante la nueva amenaza norteafricana, hicieron
lo propio en Tudején, firmando un pacto de colaboración
en el que se establecían las líneas de expansión,
evitando conflictos entre los dos reinos cristianos más
poderosos de la Península. Sin embargo, con el fallecimiento
de Alfonso VII, el reino se dividía en dos principados,
León-Galicia y Castilla-Toledo, precisamente en un momento
en el que, los últimos bastiones andalusíes, los
de Ibn Ganniya de Badajoz y los de Ibn Mardanish de Valencia,
caían en la órbita almohade.
Inicialmente,
Portugal y Cuenca se convertirían en frentes principales
de la lucha entre cristianos y almohades, si bien, la presión
de estos últimos no se revelaba tan intensa como la que
habían ejercido los almorávides años atrás.
Las cosas en el Norte de África no iban mucho mejor, dado
que las tribus árabes de Ifriqiyya comenzaban a agitarse:
la única solución para estabilizar la situación
en ambos lados del Estrecho, pasaba por proyectar a belicosas
tribus a España, de modo que 1178 es testigo de una virulenta
ofensiva almohade en Portugal rápidamente respondida por
Alfonso VIII de Castilla.
Uno de los
hechos sociales y religiosos más negativos de la ocupación
almohade de Al-Andalus -como igualmente sucedió con sus
antecesores los almorávides- fue su intransigencia religiosa
que llevó a la práctica extinción de los
mozárabes (cristianos en territorio musulmán) y
de los judíos -como el caso de Maimónides- que emigraron
parcialmente a África y a los reinos cristianos donde se
les acogió generosamente.
La
Batalla de Alarcos
Confiado
en su fuerza, Alfonso VIII presentó batalla a un nuevo
contingente almohade en 1195, en Alarcos, resultando, no obstante,
derrotado por la gran superioridad de los norteafricanos que,
además, aprovecharían las tensiones internas en
el campo cristiano para llegar a Plasencia o Trujillo, que quedaron
arrasadas. Pasar más allá del Tajo se revelaba,
para los musulmanes, como una empresa excesiva, por lo cual, regresarían
de nuevo a África.
Quizás
los califas almohades eran conscientes de que el centro neurálgico
de su Imperio no era, en absoluto, la Península Ibérica,
sino el Magreb y, por ello, tendían siempre a replegar
sus tropas al otro lado del Estrecho; y no se equivocaban, puesto
que pocos años después, estallaba una nueva revuelta
bereber en Ifriqqiya, esta vez liderada por el almorávide
Ibn Ganniya, los más vehementes enemigos de los que creían
en la Unidad de Dios y que, aún resistían en Mallorca.
Precisamente el primer golpe almohade contra sus feroces rivales
se dirigió contra las Islas Baleares, para aplastar a continuación
a los rebeldes del Norte de África.
Las
Navas de Tolosa
La batalla
de Alarcos recordaba a los cristianos, otros nombres no menos
terribles como Sagrajas, de manera que se imponía aparcar
las diferencias si se quería evitar una nueva inundación
islámica de la Península. En este sentido, Rodrigo
Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, se mostró
especialmente activo, llevando a cabo intensas gestiones incluso
en Roma para tejer una alianza cristiana no solo peninsular, sino
europea.
Ello fue un
intento -a la postre frustrado- de hacer de esta nueva campaña
una auténtica cruzada a la que se unirían numerosos
caballeros, la mayor parte provenientes del Sur de Francia, además
de otros ilustres personajes como el arzobispo de Burdeos o el
obispo de Nantes, y otros especialmente relevantes como Arnaldo
de Amaury.
Solo Alfonso
IX de León rehusaría unirse a la empresa, al desconfiar
de una Castilla cada vez más poderosa con la cual, además,
tenía contenciosos territoriales.
Pero los cruzados
provenientes, fundamentalmente, de Francia abandonarían
pronto los ejércitos hispánicos, al conocer, decepcionados,
las estrictas reglas del juego bélico peninsular: las vidas
y propiedades de los musulmanes serían respetadas, siendo
duramente reprimido todo acto cruel y violento perpetrado contra
los habitantes de al-Andalus.
De modo que
al comprobar que el ejército cristiano hispano avanzaba
hacia el sur y Alfonso VIII respetaba los acuerdos de rendición
con los soldados musulmanes que guardaban las fortalezas tomadas
de camino, los guerreros ultrapirenaicos decidieron abandonar
y regresar a sus territorios de origen.
Así
pues, el 16 de julio de 1212, únicamente los ejércitos
hispanos (castellanos, catalano-aragoneses y navarros) se daban
cita en Jaén, muy cerca de donde, casi seis siglos después,
se producirá una menos célebre batalla, la de Bailén,
para enfrentarse a un tan numeroso como poco fiable ejército
almohade, al que sorprenderán con una ágil maniobra
y harán padecer una severa derrota.
Tras la misma,
ya a finales de 1213 moría el califa almohade Abu Abd Allah.
Le sucedía un niño, Yusuf II, que moriría
no muchos años después, en 1224. El visir visir
Uthman ben-Yamí mantenía la ficción de un
gobierno sólido y poderoso, pero con los primeros síntomas
de debilidad del poder central, habían vuelto a resurgir
los poderes tribales que basculaban entre la pugna por hacerse
con el poder y, simplemente, recuperar su autonomía para
consolidar su posición local. Para evitar el caos, era
necesario sostener el trono almohade, pero para fortalecer esa
autonomía, era así mismo preciso mantener en dicho
trono a un personaje débil y controlable, para lo cual,
las auténticas fuerzas del Imperio nombraron al anciano
al-Wahid como soberano en Marrakech.
El nombramiento
de al-Wahid fue contestado por algunas tribus y por las tropas
destacadas en al-Andalus, que aclamaron como cabecilla al gobernador
de Murcia al-Adil, el cual, se proclamaría califa. Conscientes
de que África era la clave para mantener el edificio imperial
almohade, las tropas peninsulares almohades cruzarían el
Estrecho en dirección a Marrakech.
Como ocurriera
con los almorávides, la evacuación de las tropas
almohades de al-Andalus sería aprovechado por líderes
andalusíes para constituir estados soberanos e independientes,
como es el caso de al-Bayarí, el cual se apoderaría
de Jaén, Granada y Córdoba, de la misma manera que
otros poderes se proclamaban independientes en Valencia y Murcia.
Mientras, el antiguo gobernador almohade de la ciudad, al-Adil,
entraba en octubre de 1227 en Marrakech poniendo las bases para
un resurgimiento de los unitarios; sin embargo, no sólo
en al-Andalus esta posibilidad era vista con aprehensión,
sino que en el propio Magreb almohade cundió la alarma:
el resultado fue el asesinato del murciano.
Todavía
el hermano de al-Adil, Ma'mun, fuerte en Sevilla, podía
intentar rehacer la situación, pero el desmoronamiento
del Imperio a uno y otro lado del Estrecho era imparable: sería
otro líder andalusí, Ibn Hud, descendiente de los
taifas de Zaragoza, el que acabaría con los últimos
vestigios del poder almohade en la Península Ibérica
al hacerse con Sevilla. Por su parte, la tensión bélica
mantenida entre los almohades y los cristianos de Portugal, León
y las Órdenes Militares se redoblaría tras las Navas
de Tolosa, pero este proceso de resquebrajamiento contribuiría
a espectaculares avances cristianos hacia el Valle del Guadalquivir
donde pronto, Ibn Hud, sería también derrotado.
Aprovechando
la situación, el gobernador de Arjona, Muhammad ibn Nasr,
de la tribu de los Banu al-Ahmar, se proclama independiente y
toma Granada, dando lugar al linaje nazarí, mientras que
los Banu Marin, iniciaban un proceso de expansión en el
Norte de África que les llevaría hasta Siyilmassa,
Fez, Rabat Salé o la propia Marrakech, en un proceso que
retrotraía a los inicios de los imperios almorávide
y almohade, incluyendo la intervención en España.
Sin embargo, los reinos cristianos peninsulares, proceden a asegurar
su posición haciéndose con el Valle Guadalquivir
y el litoral mediterráneo. Sólo los conflictos internos
y la política cada vez más europea de los reinos
cristianos peninsulares, mantendrían un estado musulmán
en la Península, más como vestigio de la invasión
de 711, que como amenaza - a pesar de las tentativas benimeríes
de reeditar los tiempos de las invasiones bereberes -.
Autor
del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
Jorge Martín Quintana